El miedo a la muerte no se parece a ningún otro tipo de
miedo, aunque no sabría decirte bien cuál es la diferencia. Estoy sentado en un
café y ya está anocheciendo, hace frío y mi bebida es fría. Vengo del
consultorio donde me acaban de dar el diagnóstico: cáncer de pulmón.
Enciendo un cigarrillo, ¿Qué diferencia puede hacer a
estas alturas? Pienso en quién he sido durante mi vida, no he sido una buena
persona, soy embustero, le he hecho daño a unas cuantas personas, en su mayoría
mujeres. Sé cómo soy y no me enorgullece, pero a estas alturas tampoco tengo
demasiadas ganas de ocultarlo. Pienso en Laura, la mujer que me dejó hace dos
semanas y en las inaguantables ganas de escribirle, pero me contengo, ¿Cuál es
el propósito de llamar a alguien y decirle que probablemente te vas a morir? ¿Generar
lástima?
Mientras termino mi café helado y prendo otro Marlboro de
los fuertes mil cosas más pasan por mi mente: mi mamá, mi casa de cuando era
adolescente, mis hermanos, la gente de la oficina, pero hay dos cosas que no
logro sacudirme del pensamiento, la primera es la única otra vez en la que
pensé que me iba a morir, un tipo intentó robarme y me apuntó un revólver a un
metro de la cara, esa vez tuve la mente en blanco durante todo el proceso,
quisiera que esta vez fuera igual.
La otra cosa es no es tanto una cosa, es una persona, un
niño llamado Miranda, ese no era el nombre sino el apellido, creo que se
llamaba Andrés pero no estoy seguro. Era un joven moreno que estudiaba conmigo
al cual mis amigos y yo atormentábamos diariamente en el colegio, un pobre
llanero estúpido sin muchos amigos que nunca le había hecho nada a nadie, pero
igual lo odiábamos. Yo en realidad no lo odiaba y creo que ninguno lo hacía en
el fondo, pero eso nunca lo salvo de ser la víctima de nuestra crueldad
infantil.
El abuso que sufrió Miranda nunca llegó a mayores, nunca
lo arrinconamos en el recreo para caerle a patadas como se ve en los colegios
de las películas gringas, pero no pasó un día en el que no lo insultáramos,
ofendiéramos o amenazáramos simplemente porque podíamos, porque éramos guapos y
apoyados. Creo que si tuviera que adivinar diría que Miranda nunca nos odió
tampoco y eso es lo que verdaderamente me perturba.
Después del cuarto cigarro viene la encantadora mesonera
a recoger mi taza de café y le pido la cuenta, es en verdad muy linda. Cuando vuelve
con la suma de todo lo que he consumido (el solitario frapuccino + IVA) le hago
señas de que se acerque y comienzo a contarle de la nada del resultado positivo
de las pruebas que me realizaron y del cáncer que he desarrollado, la mujer se
queda paralizada y luego se sienta, creo que quiere brindarme lo que he
consumido, así que saco dos billetes y los pongo en la mesa antes de que
mencione algo al respecto. Después de un incómodo silencio me disculpo por
haber compartido mi mala noticia y le aclaro que será la única persona que lo
sepa antes de que sucumba a la enfermedad, “solo necesitaba decírselo a alguien”
agrego. Después de unos segundos la muchacha ve fijamente a mi caja de cigarros
y al cenicero lleno, me dice “lo siento mucho, no sé bien que responderte, pero
no necesariamente vas a morirte”, estoy a punto de responderle que eso es lo
que más me asusta, que si sobrevivo no hay escape fácil para mí de la vida de
complicaciones que me he construido, pero decido que es mejor no seguir asustando
a la pobre mesonera. Me limito a decirle que ya la he retenido suficiente y que
debería seguir con su trabajo y yo debería irme, me levanto y salgo del café. Nunca
volveré a verla.
Voy caminando hacia donde está estacionado mi carro en la
calle y vuelvo a pensar en Miranda, espero que le haya ido bien en la vida, si
hubiera alguna otra persona a la cual le contaría que me estoy muriendo es a
él, incluso estoy tentado de ubicarlo y hablarle, pero no lo haré. Ya no le
contaré a más nadie y en tres meses estaré muerto sin demasiados buenos
recuerdos o muchas cosas de las que estar orgulloso más que esa exorbitante
propina que le dejé a la encantadora mesonera.
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