Aquel domingo duró meses, aunque fuera interrumpido ocasionalmente por algún martes, miércoles o incluso un viernes, siempre volvía a hacerse domingo rápidamente como si se tratara de una llovizna nocturna que detiene su azote por unos minutos, pero que seguirá mojando las calles de la ciudad hasta que amanezca.
En aquel domingo sempiterno dormí mucho, como suele hacerse en el séptimo día (o primero), en aquel domingo adquirí nuevas adicciones y fui soltando unas más viejas, comencé varios libros que dejé sin terminar porque eventualmente se hizo lunes y ya no quedó tiempo ni ganas.
Aquel domingo terminó definitivamente sin aviso, de un momento para otro. El día se apagó sin hacer mucho ruido entre carros que pasaban, a mitad de una cena, al consumirse un cigarrillo. Los domingos suelen ser así; eternos, efímeros, cortos, vacíos, más parecidos a un sueño que a la vida real y al comenzar la semana te encuentras desorientado, como si acabaras de despertar, finalmente despierto.
jueves, 23 de abril de 2015
lunes, 9 de febrero de 2015
Crónica de urbanidad
Es raro un vagón de metro tan caliente en una ciudad tan fría, o tal vez sea lo más normal del mundo. Debería aclarar que la ciudad es fría para un tipo como yo, acostumbrado al calor del trópico y del nivel del mar, para otro el clima mexicano debe resultar más agradable. Siempre imaginé el metro del DF como un pequeño túnel abarrotado donde te pierdes entre la marea humana, pero creo que he estado en peores, lo verdaderamente grave es la temperatura, siento que me voy a sofocar.
Mientras viajamos de la estación Constituyentes a Polanco me siento de pronto más turista que nunca, un poco perdido. El ajetreo de los autobuses y las camioneticas (o como sea que les digan aquí) es uno al que no estoy acostumbrado en casa, a tantos kilómetros de distancia soy un peatón mas. Un viejo con una bandera del partido comunista grita consignas y me llama camarada, creo que me está ofreciendo unirme a su bando político, siento un leve desprecio injustificado por el viejo y a la vez me siento más "del pueblo" que de costumbre, el tener tanta hambre no ayuda.
Al salir de nuevo a la calle pega otra vez el frío, pero es una brisa agradable y doy gracias por ella. Ahora toca caminar trece cuadras o algo así de acuerdo al señor español al que le pedimos direcciones mientras le lustraban los zapatos, me gustaría lustrar los mios pero son deportivos. Todo el mundo se nota tan cómodo caminando la eterna avenida que conocen como la palma de su mano que la soledad se apodera de mí. Las grandes ciudades saben intimidar al extranjero.
Repetimos el ejercicio de vida urbana unos días después, esta vez es de noche, la avenida es Reforma y el frío es frío de verdad (soy el único sin idiota con manga corta). La gente camina con tanta tranquilidad después de que cae el sol que no pareciera estar en un país del tercer mundo, tal vez es la zona o tal vez así sean las cosas en casi todos lados. Mil metros, otros mil, ¿cuándo vamos a llegar a este maldito restaurante?. Finalmente entramos en una taquería bastante autóctona y como en exceso, ya es más de medianoche. Con los platos vacíos acabo mi segunda cerveza mientras de fondo suena alguna ranchera que no conozco (en este país los estereotipos abundan, pero resultan simpáticos), veo en las paredes mensajes que han ido dejando personajes famosos que fueron comensales en algún momento, yo no sé quienes serán
Retomo este texto varias semanas después, ya hace varios días que estoy de vuelta en Venezuela. No alcanzo a saber si tiene algún tipo de valor para el lector pero igual lo voy a publicar. De nuevo en el trajín de la rutina siento nostalgia por las avenidas eternas, el frío y los estereotipos. Es rara la vida, allá me encuentro extrañando estar aquí y aquí extraño estar allá, cuánta infoncormidad, será propio de la juventud. A menudo me encuentro pensando en cómo uno siempre quiere lo que no puede tener y en cómo no hay mejor lugar que el que en el que no se puede estar. A lo mejor solo necesito un tequila.
Mientras viajamos de la estación Constituyentes a Polanco me siento de pronto más turista que nunca, un poco perdido. El ajetreo de los autobuses y las camioneticas (o como sea que les digan aquí) es uno al que no estoy acostumbrado en casa, a tantos kilómetros de distancia soy un peatón mas. Un viejo con una bandera del partido comunista grita consignas y me llama camarada, creo que me está ofreciendo unirme a su bando político, siento un leve desprecio injustificado por el viejo y a la vez me siento más "del pueblo" que de costumbre, el tener tanta hambre no ayuda.
Al salir de nuevo a la calle pega otra vez el frío, pero es una brisa agradable y doy gracias por ella. Ahora toca caminar trece cuadras o algo así de acuerdo al señor español al que le pedimos direcciones mientras le lustraban los zapatos, me gustaría lustrar los mios pero son deportivos. Todo el mundo se nota tan cómodo caminando la eterna avenida que conocen como la palma de su mano que la soledad se apodera de mí. Las grandes ciudades saben intimidar al extranjero.
Repetimos el ejercicio de vida urbana unos días después, esta vez es de noche, la avenida es Reforma y el frío es frío de verdad (soy el único sin idiota con manga corta). La gente camina con tanta tranquilidad después de que cae el sol que no pareciera estar en un país del tercer mundo, tal vez es la zona o tal vez así sean las cosas en casi todos lados. Mil metros, otros mil, ¿cuándo vamos a llegar a este maldito restaurante?. Finalmente entramos en una taquería bastante autóctona y como en exceso, ya es más de medianoche. Con los platos vacíos acabo mi segunda cerveza mientras de fondo suena alguna ranchera que no conozco (en este país los estereotipos abundan, pero resultan simpáticos), veo en las paredes mensajes que han ido dejando personajes famosos que fueron comensales en algún momento, yo no sé quienes serán
Retomo este texto varias semanas después, ya hace varios días que estoy de vuelta en Venezuela. No alcanzo a saber si tiene algún tipo de valor para el lector pero igual lo voy a publicar. De nuevo en el trajín de la rutina siento nostalgia por las avenidas eternas, el frío y los estereotipos. Es rara la vida, allá me encuentro extrañando estar aquí y aquí extraño estar allá, cuánta infoncormidad, será propio de la juventud. A menudo me encuentro pensando en cómo uno siempre quiere lo que no puede tener y en cómo no hay mejor lugar que el que en el que no se puede estar. A lo mejor solo necesito un tequila.
domingo, 11 de enero de 2015
La tensa calma
El miedo a la muerte no se parece a ningún otro tipo de
miedo, aunque no sabría decirte bien cuál es la diferencia. Estoy sentado en un
café y ya está anocheciendo, hace frío y mi bebida es fría. Vengo del
consultorio donde me acaban de dar el diagnóstico: cáncer de pulmón.
Enciendo un cigarrillo, ¿Qué diferencia puede hacer a
estas alturas? Pienso en quién he sido durante mi vida, no he sido una buena
persona, soy embustero, le he hecho daño a unas cuantas personas, en su mayoría
mujeres. Sé cómo soy y no me enorgullece, pero a estas alturas tampoco tengo
demasiadas ganas de ocultarlo. Pienso en Laura, la mujer que me dejó hace dos
semanas y en las inaguantables ganas de escribirle, pero me contengo, ¿Cuál es
el propósito de llamar a alguien y decirle que probablemente te vas a morir? ¿Generar
lástima?
Mientras termino mi café helado y prendo otro Marlboro de
los fuertes mil cosas más pasan por mi mente: mi mamá, mi casa de cuando era
adolescente, mis hermanos, la gente de la oficina, pero hay dos cosas que no
logro sacudirme del pensamiento, la primera es la única otra vez en la que
pensé que me iba a morir, un tipo intentó robarme y me apuntó un revólver a un
metro de la cara, esa vez tuve la mente en blanco durante todo el proceso,
quisiera que esta vez fuera igual.
La otra cosa es no es tanto una cosa, es una persona, un
niño llamado Miranda, ese no era el nombre sino el apellido, creo que se
llamaba Andrés pero no estoy seguro. Era un joven moreno que estudiaba conmigo
al cual mis amigos y yo atormentábamos diariamente en el colegio, un pobre
llanero estúpido sin muchos amigos que nunca le había hecho nada a nadie, pero
igual lo odiábamos. Yo en realidad no lo odiaba y creo que ninguno lo hacía en
el fondo, pero eso nunca lo salvo de ser la víctima de nuestra crueldad
infantil.
El abuso que sufrió Miranda nunca llegó a mayores, nunca
lo arrinconamos en el recreo para caerle a patadas como se ve en los colegios
de las películas gringas, pero no pasó un día en el que no lo insultáramos,
ofendiéramos o amenazáramos simplemente porque podíamos, porque éramos guapos y
apoyados. Creo que si tuviera que adivinar diría que Miranda nunca nos odió
tampoco y eso es lo que verdaderamente me perturba.
Después del cuarto cigarro viene la encantadora mesonera
a recoger mi taza de café y le pido la cuenta, es en verdad muy linda. Cuando vuelve
con la suma de todo lo que he consumido (el solitario frapuccino + IVA) le hago
señas de que se acerque y comienzo a contarle de la nada del resultado positivo
de las pruebas que me realizaron y del cáncer que he desarrollado, la mujer se
queda paralizada y luego se sienta, creo que quiere brindarme lo que he
consumido, así que saco dos billetes y los pongo en la mesa antes de que
mencione algo al respecto. Después de un incómodo silencio me disculpo por
haber compartido mi mala noticia y le aclaro que será la única persona que lo
sepa antes de que sucumba a la enfermedad, “solo necesitaba decírselo a alguien”
agrego. Después de unos segundos la muchacha ve fijamente a mi caja de cigarros
y al cenicero lleno, me dice “lo siento mucho, no sé bien que responderte, pero
no necesariamente vas a morirte”, estoy a punto de responderle que eso es lo
que más me asusta, que si sobrevivo no hay escape fácil para mí de la vida de
complicaciones que me he construido, pero decido que es mejor no seguir asustando
a la pobre mesonera. Me limito a decirle que ya la he retenido suficiente y que
debería seguir con su trabajo y yo debería irme, me levanto y salgo del café. Nunca
volveré a verla.
Voy caminando hacia donde está estacionado mi carro en la
calle y vuelvo a pensar en Miranda, espero que le haya ido bien en la vida, si
hubiera alguna otra persona a la cual le contaría que me estoy muriendo es a
él, incluso estoy tentado de ubicarlo y hablarle, pero no lo haré. Ya no le
contaré a más nadie y en tres meses estaré muerto sin demasiados buenos
recuerdos o muchas cosas de las que estar orgulloso más que esa exorbitante
propina que le dejé a la encantadora mesonera.
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